sábado, 30 de noviembre de 2013

"PORQUE ES DANDO COMO SE RECIBE..."

Cada vez que me preguntan por mi experiencia en Brasil me dicen, -y solo ahora me doy cuenta-, que se dibuja una tremenda sonrisa en mi rostro y que los ojos se me iluminan, y es que hablar del Lar Santa Mónica es pensar en una de las mejores experiencias de mi vida.

Volver este año allí ha sido un privilegio porque no entraba en mis planes del pasado verano. Pero una serie de “causalidades” hicieron que Paula y yo, a finales de agosto, nos reencontráramos con esas niñas. ¡Qué difícil es expresar tanta emoción y tanto sentimiento. Es una vida tan diferente a nuestra vida cotidiana!


Me peguntaba Tomas, nuestro maravilloso párroco de Arnedo: - ¿otra vez vuelves allí?  - Sí, es que el Lar Santa Mónica tiene una  magia que atrapa el corazón.

Una vez más, fuimos recibidas con ese calor y cariño tan grande que estas gentes derrochan. Es increíble que, con la mochila tan pesada que cargan en sus espaldas, no dejen de sonreír, llenándote de besos y abrazos.

Es curioso que nos digan que venimos a dar y sin embargo lo único que hacemos es recibir y recibir. Son veinticuatro niñas y adolescentes preocupándose y pendientes de nosotras. Este año ha sido una gozada porque conocíamos a todas excepto a seis que son nuevas. Aunque, como no me canso de repetir, es tanto lo que se vuelcan con nosotras que a los pocos días de nuestra llegada ya ninguna resultaba extraña.

Las cosas por Fortaleza siguen igual. Bueno, yo creo que están peor. Nuestro querido fray Alberto nos decía que hay en la ciudad más de 550 favelas; en proporción, más que en Rio de Janeiro. A cualquier lugar que quieras ir de la ciudad tienes que pasar por una de estas favelas. Siempre con el coche bien cerrado a pesar del calor tan asfixiante que pueda estar haciendo. 

Pero es que esa pobre gente no conoce otra forma de vivir. Nos duele volver otro año a visitar esas mismas favelas y ver que continúan: la ignorancia, la pobreza, tanta suciedad y miseria… y el alma se encoje al ver tantos y tantos chiquillos “de la calle”, descalzos y con unas ropas sucias y rotas. Los ves… y te miran con una sonrisa de oreja a oreja, mientras piensas en la inmensa suerte que nuestros hijos tienen y de la vida que disfrutan: con un montón de zapatos, de ropa, de comida y dinero que nosotros les proporcionamos y no es que quiera decir que no la quiero para mis hijos,  pero sí que esto te hace caer en la cuenta del privilegio que tenemos y que no valoramos.

Pero, cuando después de nuestras visitas por las favelas, volvemos al Lar santa Mónica, parece que lo que hemos visto es una película, porque allí -como Paula siempre dice- llegamos al paraíso; un paraíso sin ostentosidades y con mucha alegría, vida, ilusión…, y sobre todo con mucho cariño.

Me emociona ver qué diferentes son las dos casas donde viven las niñas en el Hogar santa Mónica. Por un lado está la casa de las pequeñas, donde todo son gritos y carcajadas. Pero claro, qué puede esperarse de niñas de menos de diez años; sólo quieren jugar y divertirse. Recuerdo que pasaba rato mirándolas, observando sus juegos y risas. Desde fuera es imposible descubrir ningún rasgo de dolor de su pasado. Ellas nunca hablan de ello. Incluso cuando llega alguna novata nadie pregunta, sólo se acercan a  ella para brindarle su apoyo y ayudarle cuanto antes a olvidar su tristeza porque saben, aunque no se diga, que está ahí porque algo “malo” le ha pasado, lo mismo que un día les sucedió a ellas.

Es tan fácil ayudar a estas niñas; les basta un abrazo, un beso, el contacto de cogerles la mano… se conforman con poco y son felices.


Las mayores son diferentes. Me sorprende que enseguida empiezan a contarte los horrores por los que han pasado. Muchas no quieren ni oír hablar de sus familias. Te cuentan su historia sin tú pedirlo. Ellas, como adolescentes que son, sacan fuera su historia y lloran. Todavía se me nublan los ojos cada vez que recuerdo. ¡Con qué valentía hablaban y cómo habían conseguido salir de ese desastre de situación! Alguna incluso había tenido que denunciar a su propio padre. El valor y coraje de estas chiquillas -porque eso es lo que todavía son- es un auténtico ejemplo para nuestra vida. Esto es una de las cosas más importantes que hicimos en el Lar  Santa Mónica: aprender lecciones de vida. 

Doy gracias a Dios por haberme dado la oportunidad de conocer estas niñas y poder ir con Paula, mi hija adolescente, ya que lo que ella ha vivido y aprendido estos dos últimos veranos yo no se lo podría haber enseñado en toda la vida.

 La vida en el Hogar es muy intensa. Son niñas que llegan sin saber casi leer ni escribir y sin ningún tipo de norma y disciplina. Las niñas tienen un programa extenso de clases de apoyo. Allí se les enseña el valor del esfuerzo y del trabajo bien hecho. Se levantan a las cinco de la mañana y después ayudar a arreglar la casa, ducharse y desayunar, a las siete están ya listas para empezar las clases.

El día, a pesar de no tener tele, ni teléfono, está lleno de trabajo y emociones. Paula iba por las mañanas a la casa de las pequeñas y les ayudaba a “tomar baño “, como ellas dicen. Muchos días las niñas tienen que cargar en calderos el agua para bañarse porque la sequía ha vaciado los pozos y el agua no llega. También les ponía el desayuno y después les ayudaba con los deberes. La lengua no es un obstáculo porque de alguna u otra manera nos hacíamos entender. Después les acompañábamos al recreo: almuerzo y columpios. Y retomábamos las clases hasta las once. Después de la comida las llevábamos a la escuela. ¡A las 12.30, por ese camino de piedras y arena cae un sol de justicia!

Y eso es lo que hacemos: acompañar a las niñas en su vida normal. Pero eso sí, siempre derrochando hacia nosotras un inmenso cariño, riñendo por ver a quién le toca ir de nuestra mano a la escuela y cantando canciones en español por todo el camino. Estos días hemos jugado con ellas al burro, al caballito inglés…
Algunos días salíamos a las favelas a visitar a las familias de las nenas ahí corroboramos, una vez más, la valentía y coraje de estas chiquillas.

El primer y tercer domingo de cada mes las familias vienen a visitarlas. ¡Cómo me sorprendía ver a las niñas mirando hacia el camino y en muchos casos sus rostros de decepción porque sus familias no llegan. ¿Y las que llegan? A veces piensas que sería mejor que no hubieran venido porque siguen bebiendo o drogándose. La verdad es que cuesta entender. Nos deparamos con los casos de padres queriendo besar y hablar con su hija y ella -muy pequeña- no querer ni tan siquiera hablar con ellos. ¿Qué habrá visto y por qué situaciones habrá pasado con sólo seis años?

Pero si algo es de admirar es el maravilloso  equipo de personas que se encargan del lar Santa Mónica. Esos educadores, frailes, cocineros… que además de ofrecer todo el cariño del que carecen las niñas les enseñan otra forma de vivir. Este año ha supuesto para mí una inmensa alegría conocer a las dos hermanas  Misioneras Agustinas Recoletas: María Helena y Jacira que, desde abril, viven allí con una total implicación de servicio y trabajo por y para las niñas.

Cada día estoy más orgullosa de poder ser un pequeño eslabón más de esa cadena de ayuda a las niñas. Siento una alegría inmensa de formar parte activa de este precioso proyecto. Son ya más de noventa niñas las que han pasado por el Lar y el índice de éxito en la reinserción de las niñas es muy alto. Pero, aunque solo fuera por el tiempo que allí viven, valdría la pena. Allí estas niñas recuperan su dignidad, su infancia robada sinsentido…

Es mucha la gente que me dice que por qué ayudo e esas niñas que están tan lejos. ¡Con la falta que hace en España! Yo respondo, segura y firme, que lo importante no es a quién se ayuda, sino dar o ayudar a dar, a estas niñas o a quien lo necesite. Por eso le pido a Dios que me siga dando fuerzas y entusiasmo para que, junto a otras muchas personas que me rodean, sigamos pidiendo, haciendo mercadillos, rifas… y todo evento que se nos presente para poder ayudar al Lar Santa Mónica.

Me preguntan si volveré algún año más. ¡Estoy segura que así será!

Anabel.